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Mi historia Magüi Moreno Mi historia Magüi Moreno

"El día D"

A la mayoría de nosotros no se nos olvidará lo que yo llamo “D-Day”, el día en que recibimos el diagnóstico de nuestro hij@. En este post te cuento cómo lo viví yo no sólo el D-Day sino también el C-Day (el día que me di cuenta de que algo no iba bien) y los muchos M-Days que ha habido desde entonces...

A la mayoría de nosotros no se nos olvidará lo que yo llamo “D-Day”, el día en que recibimos el diagnóstico de nuestro hij@.

 

Y eso que seguramente a la mayoría de nosotros nos gustaría olvidarlo….

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En realidad para mi el día que cambió todo no fue el D-day sino el C-day, el día que tomé conciencia de que mi hijo no era la personita que esperaba. Para algunos puede ser el mismo día, para otros la toma de conciencia viene antes o incluso mucho después del diagnóstico.

 

La primera vez que se utilizó la palabra autismo para hablar de mi hijo Adrián fue casi 9 meses antes de su diagnóstico. Estábamos paseando por el parque de los Medows, en Edimburgo, con mi marido, mi padre, y mi hermana. Yo intentaba mostrarle al pequeño de 3 añitos unos pajaritos y él caminaba a su bola sin darse la vuelta ni prestarle atención a mis llamamientos. Ni cuando le llamaba por su nombre ni cuando le decía “¡mira, mira!”. Frustradísima le dije a mi padre “¡Es que parece que está sordo!” cuando sabía perfectamente que no lo estaba. Y mi padre me comentó, sin aspavientos ni dramatismos, “hija, a ver si va a tener autismo”. Fue uno de esos momentos claves en la vida de una persona… Aunque en ese instante no cambió nada ni sucedió nada dramático, fue un punto de inflexión, un portal invisible y muy sutil por el que pasé y en el que se cerro un portón y se abrió, poquito a poquito, otro.

 

Fue la primera vez que salió a relucir el tallo de una semilla que llevaba a oscuras durante mucho tiempo - que mi hijo era diferente. Que algo “no estaba bien”.

 

Adrián es hijo único. Nieto único en sus dos familias. Toda su corta vida ha estado rodeado de adultos. Como siempre fue un niño muy tranquilo, sonriente y cariñoso no saltaron las alarmas hasta los tres años o así porque hablaba usando solo 2-3 palabras. No teníamos ni idea de que la mayoría de sus coetáneos hablaban ya a esas alturas con frases completas. Mi mente se pasaba el día marcándose tangos para evitar la ansiedad a la que soy muy propensa (junto con el control y la auto-exigencia). Un rato decía “este niño tiene un problema”, si otro rato pensaba “bah! Lo que pasa es que como lo estamos educando bilingüe tardará más en soltarse”. Y así pasaba las semanas, con una mente danzarina que no me daba tregua. Y lo que es peor, que no paraba de hacer ruido de fondo con lo que me costaba prestar atención a mi intuición.

 

Esa intuición que aquel día de marzo del 2014, paseando por el parque, me susurró “es verdad, escucha a tu padre”. Fue como darse de sopetón con un cristal invisible congelado y quedarse paralizada, rígida, tensionada, y como en suspensión. Un raro momento de claridad y quietud mental en el que no te surgen pensamientos de ningún tipo. Porque estás en estado de shock. 

 

Me duró unos instantes nada más, pero en lo más profundo de mi ser supe que era cierto (estando aún a meses de un diagnóstico, y a semanas de ver a un especialista).

 

Fue un momento eureka de los que nunca se quieren vivir.

 

Ese fue mi C-day. Mi día de toma de conciencia. No total, entiéndeme. El camino de aceptación del diagnóstico de un hijo es largo, tortuoso y tiene más subidas y bajadas que una montaña rusa. Pero independientemente de las vueltas que dé tu mente, lo cierto es que el punto central no cambia - tu hij@ no es la persona que esperabas, que deseabas, y que imaginabas. Más estresante aún - tu hij@ tiene un PROBLEMA. Y ese problema es ya, desde ese momento y hasta el final de tus días, tu problema número 1. 

 

Pero, claro, para la mayoría de nosotros siempre queda un resquicio de esperanza de que lo que más temes finalmente no sea real. Del día que recibimos el diagnóstico no recuerdo nada más que la pediatra y la logopeda nos hablaban bajito, casi en susurros, como si nos estuvieran intentando hipnotizar. O tal vez intentando no romper el embrujo en el que habíamos caído. Ni hubo lágrimas, ni nervios, ni ataques de ningún tipo. Tan solo silencio. Silencio sepulcral. Para mi el D-day fue el día en que me empujaron por ese portón que ya estaba abierto de par en par y lo cerraron detrás de mí sin miramientos. ¡Hala! Ahi te quedas guapa. Arréglatelas sola.

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Y todo está muy oscuro. No ves nada. Te sientes sola aunque intuyes que por ahí tiene que haber más gente. No encuentras la mano de tu pareja y de repente te entra un ataque de pánico de que has perdido a tu hijo en esa oscuridad. De que no lo vas a volver a encontrar nunca. 

 

Y, en cierta manera, es cierto. Al hijo que te imaginabas incluso antes de conocer a su padre; al hijo que te imaginabas cuando estabas embarazada; al hijo que te imaginabas en los primeros meses de su vida (cuando aún no te daba demasiadas pistas sobre el futuro…). A ese hijo lo has perdido para siempre. En esa oscuridad al otro lado del portón ese hijo proyectado se desvanece. Puede que sea de sopetón con la fractura inevitable de tu corazón que explota en millones de piezas. Puede que sea de manera gradual con grietas profundas que van resquebrajando tu corazón. Porque la realidad es otra.

 

Entonces comienza el arduo pasaje por esa primera oscuridad, buscando algún resquicio de luz, algo a lo que aferrarte. Y ahí dentro hay muchos monstruos, no solo tuyos (culpa, vergüenza, rabia, impotencia, negación… el inevitable “por qué a mi?”) sino también de muchas otras personas, de la sociedad, del resto de tu familia. Puede llegar a ser un auténtico pasaje del terror.

 

Pero no te quiero dejar en este punto al contarte un poco de mi experiencia. La vida ni es de finales felices ni es un valle de lágrimas. En la vida entra todo y lo que nos llega a través de ella es bueno, malo y también lo que hay entre medias. ¿Para qué sirven las etiquetas? Para nada salvo para agobiarnos y darle cuerda a la mente.

 

Lo que es, sencillamente es. No podemos cambiar lo que ya es.

 

No existen varitas mágicas que “borren” el autismo. Perder energía y tiempo soñando no sirve ni ayuda a nadie, ni a mí, ni a mi hijo. 

 

Lo que SÍ que podemos cambiar y controlar es lo que hacemos con lo que es. Eso si está en nuestras manos, en nuestro cuerpo, en nuestra mente. Podemos cambiar nuestra perspectiva y enfocarnos de manera diferente. Podemos gestionar nuestras emociones mejor. Podemos acallar esa mente loca que nos trae por la calle de la amargura. Todo esto, ¿va a hacer que el autismo de nuestros hijos desaparezca? No, claro que no. ¿Nos va a mejorar la vida a nosotros? Sí. ¿A nuestros hijos tal vez? Yo desde luego creo que sí. Nuestro estado anímico tiene una influencia fundamental en el estado anímico de nuestros hijos, tanto a nivel consciente como inconsciente.

 

Unos cuantos meses antes del D-Day estaba yo con Adrián en un parque precioso cerca de nuestra casa en Glasgow. Era un día de marzo, soleado y con una temperatura primaveral poco común por estas latitudes norteñas. La palabra autismo ya estaba “floreciendo” en mi interior - hacía pocos días que mi padre había plantado esa semilla-bomba. Me senté en el césped mientras Adrián correteaba por allí, sonriente y lleno de vitalidad. Entonces me embargó una sensación de paz porque, en ese momento, no había problemas ni desafíos ni dolor ni sufrimiento. Solo había felicidad - la suya, que se desbordaba fuera de su cuerpecito de 3 años, y la mía, que le miraba correr hacia mí y abrazarme. Una estampa muy idílica, desde luego, y sin embargo nada extraordinaria: una madre y su hijo en el parque. Seguro que para muchos de los que leéis estas líneas es una ocurrencia casi diaria. Pero la magia vino por la aceptación de ese momento, sin pensar en el futuro, sin pensar en el pasado. Sencillamente estando allí, con él, totalmente presente. Sin agenda, sin deseos, sin expectativas. Un estar que en realidad era un ser. Una presencia a la que siempre tenemos acceso y que no nos pide nada ni nos dice nada, ni nos exige nada. Una presencia que nos regala la alegría innata de la vida, de la conexión con los demás. Mi hijo me miraba, jugaba conmigo. Y en este momento, el autismo ni existía ni tenía ninguna importancia. Porque todo estaba bien.

 

Ese momento de presencia y conexión pura fue tal vez un momento transcendental en el sentido de que trascendí a mi mente llena de angustia para sencillamente disfrutar de esos instantes. Fue una gran aunque corta liberación. Ese momento me mostró el camino a seguir para vivir bien con lo que hay. Pero no vivo así siempre, desafortunadamente. Mi mente sigue llevando la voz cantante (y, en muchos aspectos, no sólo es normal sino necesario que así sea). A menudo me superan las emociones, me resisto a ellas, lucho constantemente conmigo misma. ¿Lo tengo superado? No, claro que no. ¿Lo tengo integrado? Estoy en ello.

 

Después del C-day y del D-day han venido muchos “M-days”, días malos (o de mierda, escoge tú la versión que más te resuene). Pero por lo menos tengo momentos de presencia regulares conmigo misma y de conexión casi a diario con mi hijo.

 

Porque no es lo que nos pasa, es lo que hacemos con lo que nos pasa.

 

Y si el autismo de Adrián es un desafío, lo acepto y lo veo como una oportunidad de transformación. Otra cosa sería pasar por la vida como el que recorre un pasillo, queriendo llegar a otro lugar sin darse permiso para disfrutar del camino.

 


¿Algo de esto que te acabo de contar ha resonado contigo? ¿Tienes alguna pregunta o duda? Te invito a que comentes aquí abajo y, entre todos, pongamos el foco sobre lo que más nos importa - la relación con nuestros hijos.

 

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